Los alumnos deben aprender a reclamar sin afectar a otros
Por Horacio Sanguinetti | Para LA NACION
El conflicto producido entre alumnos de algunos colegios metropolitanos y las autoridades educativas surgió cuando trascendió la intención del Ministerio de Educación de la ciudad de reducir -en cumplimiento de disposiciones del Consejo Federal que tienden a unificar contenidos y valor de los títulos docentes- de 158 a 10 las especializaciones que los estudiantes secundarios pueden escoger al concluir el tercer año, ciertamente aún muy jóvenes para tales decisiones.
Esas reformas no alcanzan a los institutos de la UBA en función de la autonomía, pese a lo cual el centro del Colegio Nacional de Buenos Aires se colocó espontáneamente a la cabeza de los querellantes.
Somos contrarios a ambas posturas en debate: ni 158 ni 10. El secundario debe ser propedeútico, enciclopedista, oferta mínima de algo de cada saber a niños que lo ignoran casi todo y no tendrán más oportunidad informativa… ni quizá formativa, dada la decadencia de la familia en ese y otros aspectos. Pero todo resulta opinable y siempre es prudente escuchar a los jóvenes para que aporten ideas, no para que decidan. Canales eficientes deben estar abiertos.
Pasemos ahora a los métodos usados: la metodología de la violencia es inaceptable. Pese al ejemplo diario que damos los mayores, corresponde que prevalezcan, y más en la escuela, el diálogo, el debate pacífico, el respeto, el colocarse en el lugar del otro. Los alumnos deben inventar fórmulas eficaces, que no afecten derechos ajenos como los que afectan, por ejemplo, los cortes de calles, injustos, ilegales e irritativos. Tampoco puede pretenderse legitimidad en intempestivas y antidemocráticas asambleas, donde no se sabe quiénes votan, cuántos votan, qué votan; para colmo, en decisiones usualmente minoritarias porque a las asambleas concurren minorías.
En cuanto a las «tomas», afectan a terceros que requieren utilizar los colegios y provocan inconmensurables desastres, como los delitos que injuriaron a la iglesia de San Ignacio, delitos de fuerte disvalor material y gravísimo daño espiritual, pues desprecian un costado humano, el religioso, digno del máximo respeto. Es que cuando se abren alternativas de riesgo, como una noche de «toma», donde los usurpadores carecen de eficacia y quizá de voluntad de control, debe considerarse que esa apertura engendra situaciones aún presuntamente no queridas, pero de las que hay que responder.
Una toma es, en todo caso, una medida excepcional: por ejemplo, por la poda presupuestaria que amenazó a la Universidad en 2001 o la resistencia al fascismo de facto en 1943. Pero no debe desmonetizarse en abuso y habitualidad por pretextos menores. Su explicación, amén de probables decisiones políticas, finca en una suerte de ejercicio hazañoso, una aventura deslumbrante que atrae e incita.
En suma, creo que deben trabajarse seriamente estas bases jurídicas, disciplinarias, pedagógicas, psicológicas y cuanto corresponda, previo castigo de lo que estuvo mal -pues el ser humano debe conservar premios y sanciones en las complejas sociedades contemporáneas-, corregir lo posible apuntando a jóvenes y viejos, alumnos y maestros, padres e hijos, para restaurar la convivencia, descartar desconfianzas y recelos, y fijar sistemas de vida que merezcan la pena vivirse.