Una escuela sin vocación transformadora
Con más alumnos, una época que cuestiona sus saberes y una gran inequidad social, la educación pública necesita no sólo recursos económicos, sino decisiones políticas
Por Guillermina Tiramonti | Para LA NACION
Ni el categórico aumento del presupuesto educativo ni el esfuerzo del Estado para incorporar a la educación a amplios sectores que antes quedaban afuera lograron dar vuelta en esta década la situación crítica que vive el sistema. Los mediocres resultados de las pruebas internacionales y el fenómeno de los alumnos queabandonan las escuelas estatales para buscar refugio en la educación privada contradicen el discurso oficial, que se atribuye la recuperación de la educación pública durante los últimos años.
¿Qué es lo que falla? ¿Por qué, pese a la gran cantidad de recursos, no encontramos todavía el camino para salir de la crisis? La pregunta obliga a revisar un escenario atravesado por distintas líneas de conflicto.
Desde los años 80, los sistemas educativos de la región enfrentan una situación harto compleja, que resulta de la confluencia de una serie de exigencias. Por una parte, hay una demanda de escolarizar a toda la población durante un período cada vez más largo de la vida. Hasta mediados del siglo pasado se trataba de incluir a todos en el nivel primario y sólo a unos pocos en el secundario, pero hoy se ha establecido la obligatoriedad de la escuela media para toda la población. Sin embargo, como la escuela secundaria está organizada para seleccionar a unos pocos y no se hicieron cambios en su modelo pedagógico, tiene dificultades muy fuertes para sostener y enseñar a todos los chicos que se incorporan.
Por otra parte, los sistemas educativos tratan de conservar su relevancia en un espacio cultural muy diferente al del momento de su creación y en el que aún hoy se referencian. Estamos inmersos en una cultura atravesada por multiplicidad de lenguajes, con primacía de la imagen y de la comunicación simultánea, que hace de nuestros niños y jóvenes sujetos hiperestimulados y con dificultades de adaptarse a la morosa metodología de la escuela tradicional.
A esta encrucijada de época, se le agrega, en el caso de América latina, la extrema disparidad de las condiciones sociales y culturales de la población que llega a la escuela. Somos un continente con enormes desigualdades, y la Argentina comparte esta condición no sólo porque nunca fuimos tan igualitarios como pretendíamos, sino porque a partir de los años 70 avanzamos en niveles cada vez más altos de desigualdad, que se profundizaron en los 90 y, pese al discurso oficial, no hemos podido retomar los niveles de los años 60. Además, en un proceso que se ha profundizado en los últimos 20 años, la población que se incorpora a la escuela lo hace en circuitos diferenciados: la escuela pública atiende a los sectores más pobres, y las clases medias y altas concurren a escuelas privadas.
Es este triple escenario -masificación, cambio cultural y desigualdad social- el que hace de la escolarización de las nuevas generaciones un desafío que requiere movilizar no sólo recursos económicos, sino técnicos y políticos.
En nuestro país, desde mediados de los años 90, se fue delineando un modelo educativo autóctono -sobre la base del cual se construyó la política educativa nacional-, que combina diferentes elementos: una legislación de corte progresista que establece una ampliación del derecho a la educación, una alianza con los sindicatos docentes y la construcción de un nuevo discurso de interpelación a los maestros.
Primero, Ciudad y Nación dictaron leyes de obligatoriedad de la escuela media, que no fueron acompañadas por cambios ni pedagógicos ni de organización escolar, pero sí por una estrategia de alianza con los sindicatos docentes. Este maridaje supuso someter las políticas públicas a los intereses sectoriales.
En términos generales, supuso también un creciente aumento de los salarios docentes, que sin duda habían estado injustamente relegados. Hoy, la Argentina dedica a la educación el 6,5% de su PBI (un alto porcentaje si se lo compara con los países de la región y aun con muchos europeos) y buena parte de este presupuesto se dedica a los salarios docentes. Hasta aquí el mejor costado de esa política: ampliación de los derechos a la educación y valorización salarial de sus principales agentes.
Pero lo cierto es que ese acuerdo tiene otras consecuencias no tan beneficiosas. Una de ellas es la neutralización de toda política destinada a modificar, en el sentido de aumentar, las regulaciones sobre el trabajo docente. En la Argentina, históricamente, se han neutralizado las instancias de evaluación de docentes. Por ejemplo, los directores de las escuelas deben calificar a los maestros anualmente, pero los conflictos que acarrea una calificación baja han terminado disuadiéndolos de realizarlas. A pesar del esfuerzo presupuestario que realizó el Estado para mejorar sus salarios, no se han instaurado formas genuinas de evaluación.
Del mismo modo, se ha desarrollado un discurso de deslegitimación de todas las mediciones de los resultados de los aprendizajes de los alumnos y se rechaza cualquier articulación entre estos resultados y lo que acontece en la escuela. Los sindicatos -acompañados por el sentido común progresista- han asimilado estas mediciones al modelo neoliberal y las consideran incompatibles con una política democratizadora. Si bien el país participa de las pruebas internacionales y estableció en los años 90 un sistema de evaluación nacional, cuando llegan los resultados se los desconoce o se los impugna. Del mismo modo, no hay revisión de los estatutos que rigen al sector docente y tampoco se han desarrollado políticas para disminuir el ausentismo.
La tercera pata del acuerdo con los sindicatos exige inamovilidad del modelo pedagógico, fundamentalmente en lo referente al nivel medio. Como las innovaciones que allí se introducen deben ser compatibles con los intereses sindicales (que no necesariamente son los de los docentes), nada se cambia y en el nivel medio tenemos -materia más, materia menos- el mismo modelo que hace 100 años. La amenaza de conflicto que proyectan los gremios ante cada intento de modificación es tal que ha inhibido cualquier transformación.
El presupuesto financia, además, proyectos especiales que incluyen clases de apoyo, tutores y seguimiento de los alumnos, pero, a diferencia de lo que sucede en otros países donde estas estrategias también se aplican, aquí se flexibilizan los mecanismos de evaluación y se acompaña con un discurso que interpela al docente desde su condición de «militante» de la causa social o pedagógica, que lo incita a comprender las condiciones desfavorables de sus alumnos, a abandonar sus prejuicios discriminadores sin que esto se acompañe con una propuesta pedagógica superadora. Este discurso «compasional» se traduce en una escuela que termina desplazándose del espacio de lo cultural al de la acción social.
Desde esta perspectiva, lo que importa es que los alumnos estén en la escuela, que la institución ejerza sobre ellos una acción benéfica al sacarlos de los riesgos de la calle y de la delincuencia, pero no se propone una acción de transformación cultural. La escuela contiene una promesa, muy presente en los sectores populares, de proporcionar los saberes, las habilidades y las titulaciones necesarias para la superación de las limitaciones de origen social. El populismo no asume esta promesa moderna, construye el vínculo con los sectores populares a partir de su condición popular y, por lo tanto, propone una escolarización acorde con este patrón de gobernabilidad.
El Estado, así, se hace cargo de la desigualdad de origen y propone un modelo destinado a ampliar su tutela sobre estos sectores. Pero abandona en el camino aquello que la educación tiene de imprescindible: una propuesta emancipadora.
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