Mujeres, ante la violencia de género y la falta de justicia

Mujeres, ante la violencia de género y la falta de justicia


La dura condena por el asesinato de Wanda Taddei es una excepción en un sistema en el que los castigos escasean o llegan generalmente tarde

Las últimas estadísticas hablan de 255 mujeres asesinadas en 2012, mayoritariamente a manos de sus parejas o ex parejas. Según datos del Observatorio de Femicidios en la Argentina, dirigido por la Asociación Civil La Casa del Encuentro, en 2011 y el año pasado, 703 hijos quedaron sin madres, es decir, fueron víctimas colaterales de la violencia de género. De ese total, 460 son menores de edad y, según estudios, lamentablemente la mayoría de ellos habrá naturalizado la violencia. De adultos, muchos varones tenderán a repetirla y, muchas mujeres, a tolerarla.

En 2012 hubo apenas 27 femicidios menos que en 2011, cuando se produjo el pico de muertes por esa causa y cuando desde muchísimos sectores comenzaron a reclamarse acciones más duras contra esos asesinos y a concientizar a la sociedad sobre este mal que ha venido creciendo en forma ininterrumpida desde 2008, cuando empezaron las primeras mediciones privadas. Lamentablemente, esa toma de conciencia no se refleja en la celeridad y contundencia de los procesos judiciales en los que se tramitan casos de femicidios.

En 34 de los femicidios ocurridos en 2012 existían denuncias previas y 14 de esas víctimas tenían concedidas por la Justicia medidas de prohibición de acercamiento o de exclusión del hogar que, claramente, no fueron suficientes para que el ciclo de la violencia concluyera de la peor manera. No puede entonces mostrarse sorprendido un Estado que, sea a través de la policía o de la Justicia, había ya participado en estos casos y no pudo evitar el final.

Apenas si puede mostrarse como un relativo éxito del sistema la condena a 35 años de prisión de Eduardo Vázquez, ex baterista de Callejeros, culpable de haber prendido fuego a su esposa, Wanda Taddei, hace poco más de tres años. En una primera instancia, Vázquez -acaba de apelar el último fallo- había sido condenado a 18 años de cárcel, por entender la Justicia que pesaba sobre el imputado el trauma de haber vivido la trágica experiencia del boliche Cromagnon, donde murieron 194 personas el 30 de diciembre de 2004.

Revisado el caso en Casación, la pena se elevó al máximo permitido, sin atenuantes de ningún tipo. Es realmente una excepción la rapidez y el monto de esa condena. Y una excepción motorizada fundamentalmente por los padres de Wanda Taddei, que no abandonaron ni un minuto la lucha por el esclarecimiento de la horrorosa muerte de su hija. De no ser por ese esfuerzo, tanto en tiempo como en dinero, que afrontó la familia de la víctima, tal vez Vázquez estaría libre dentro de poco tiempo.

Hay casos de mujeres asesinadas por sus parejas que nunca llegan a juicio oral; en otros, ni siquiera se llama a indagatoria ni se ordenan las más urgentes medidas de prueba o se preserva el lugar del crimen. Y hasta todavía se suele escuchar el lamentable calificativo de «crímenes pasionales», que busca justificarlos o «comprenderlos» bajo el supuesto de que fueron cometidos por un «amor desmedido y no correspondido».

Paralelamente a los casos de femicidio y entre las tantas formas de violencia de género, se desconoce en nuestro país el paradero de más de 50 mujeres desde 2005, según datos de la ONG Personas Perdidas, entidad creada por Juan Carr. Los casos de Florencia Penacchi y María Cash, junto con el de Marita Verón, son apenas tres de una larga lista de mujeres sobre cuyo destino nada se sabe hace ya muchos años y en los que el continuo batallar de los familiares de las víctimas ha sido decisivo para que esas ausencias no queden en el olvido.

Como ya hemos dicho desde estas columnas, hay un silencio cómplice de parte del poder político -del que dependen las policías- y del judicial, que no dan a estos casos la relevancia que merecen, revictimizan a las víctimas y no se comprometen a hallar una solución concreta y duradera.

El estado de violencia se esparce como epidemia en escuelas, en la calle, en el debate político y hasta en contra de las instituciones de la República. Hay una tendencia a justificar el vale todo por sobre principios tan sagrados como el de la propia vida.

En una era en la que la violencia encuentra nuevos canales de penetración y permanencia, como Internet, donde por ejemplo aparecen blogs que instan al acoso en el transporte público, se necesitan un cambio cultural profundo, reglas de juego claras y una Justicia rápida y contundente, cuyas decisiones lleven algo de paz a las víctimas y sus familiares, y se conviertan en ejemplos disuasorios.

Que un caso como el de Wanda Taddei haya conseguido una resolución judicial categórica en poco más de tres años y medio es una bocanada de aire fresco, pero no alcanza. No todos los padres tienen la fortaleza de los Taddei, ni de los Cash, ni sobreviven al dolor a pesar de todas las injusticias, como ha hecho Susana Trimarco, madre de Marita Verón, desaparecida en 2002.

Tiene que haber una justicia y una sociedad dispuestas a avanzar rápido y ejemplificadoramente. Y legisladores y gobernantes decididos a trabajar por leyes justas y por el fin de la impunidad.

Diez años es lo que tarda en promedio una mujer para reconocer y denunciar la violencia de género que padece. Muchas otras nunca logran hacerlo. La terminan tolerando y naturalizando a tal punto de justificarla y sentirse culpables. Por ello, cuando una víctima toma conciencia y se anima a denunciar la violencia que padece, el Estado no puede fallar. Si no está a la altura de las circunstancias, si no les garantiza seguridad y justicia, seguramente no habrá una segunda oportunidad y estaremos hablando de un femicidio más. Ello siempre que sea registrado por el Observatorio de La Casa del Encuentro. De lo contrario, ni siquiera será considerado pues no existen hoy estadísticas oficiales.

La violencia de género, como otros tantos tipos de violencia, es un problema que nos atañe a todos como sociedad. Y, como adultos especialmente, debemos dar el ejemplo para que el verdadero respeto por el otro comience, se internalice y se defienda desde la misma infancia.

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